Pataletas infantiles

Una escena capaz de irritar a los padres más pacientes y tranquilos del mundo

Antes de ser mamá, una de las cosas que más me chirriaban era ver a un niño pataleando en el suelo y gritando a pleno pulmón mientras sus padres se iban poniendo de todos los colores. Jorge, hasta hace unos días, no había protagonizado ninguna escena de este tipo, sólo alguna llantina porque nos íbamos del parque o porque no le poníamos más dibujos en la tele.

Sin embargo, el pasado fin de semana nos vino a visitar la temible pataleta. Fuimos a pasear por la mañana y no saqué la sillita, no le gusta nada, él prefiere ir andando, o mejor corriendo, e ir descubriendo cosas a su paso. Al cabo de un rato, extrañamente pidió brazos, así que le cogí y seguimos nuestro camino. Pero, al instante, sus trece kilos comenzaron a parecer cincuenta y, cuando quise dejarle en el suelo, Jorge dijo que no. Le volví a coger, y esto se repitió hasta que ya no pude cargar más con él. Ahí empezó todo.

Comencé con el razonamiento: “mamá no puede llevarte todo el rato en brazos, cariño, ya pesas mucho, eres muy grande y puedes ir andando”.
Jorge, de rodillas en el suelo, insistía: “¡no, no!”.
Seguí con la firmeza: “vamos, levántate ahora mismo y vamos a coger el metro que no queda nada”… “¡no, no!”
La vena de mi cuello se iba hinchando y opté por el poco recomendable: “vale, pues nada, ahí te quedas, nos vemos en casa”. Pero él no se movía al ver como me alejaba y no me quedó otra que volver con un mosqueo importante a cogerle de la mano y tirar de él. A los dos pasos se tiró al suelo y comenzó el momento pataleta: gritos, patadas, llantos…

La gente comenzaba a mirarnos, el humo me salía por las orejas y mi paciencia estaba en el límite. Para evitar más escándalo, le cogí en brazos de manera impetuosa y le regañé muy seriamente. Mientras, un señor sentado en un banco me miraba moviendo la cabeza de un lado al otro. Podía leer en sus ojos: “qué tía más histérica”… ¡Pues vaya!, allí estaba yo, siendo juzgada por un extraño, sudando como un pollo, con un niño berreando y unas ganas locas de ponerme yo también a patalear. Pues sí, sólo soy una madre imperfecta que pierde los nervios alguna vez.

Claro que una aprende la lección: ¡con la sillita de paseo al fin del mundo!

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